Una suerte pequeña

Un cisne blanco se ha cruzado esta mañana en mi camino. No ha calculado bien su distancia de aterrizaje, tampoco que la pista estaba mojada. Eso sí, muy civilizado, ha caído en paso de peatones. De lo contrario,  servidora y el joven conductor de la  furgoneta de pan en el carril contrario, habríamos tenido un disgusto de los grandes. No puedes empezar el día atropellando a un animal tan bello.  ¿A dónde quería ir? Me ha mirado de tú a tú, como sabiendo que le he regalado vida. Al mar. Iba al mar. Es lo que tiene este lugar en el que vivo, que hay un lago a escasos metros del mar. Me pregunto si el animal tenía ganas de cambiar de aires, de salir de lo habitual.  Engreído, con el cuello estirado, y torpe, caminando sobre sus patas, ha cruzado el paseo hasta llegar a la arena de la playa. El coche de atrás me ha pitado para que continuara mi viaje, pero yo no podía dejar de mirar al cisne mudo. Valiente explorador.

Antes, con el primer café de la manaña, leía que un grupo de intelectuales han decidido abandonar el hábitat que proporcionan internet  y las redes sociales. Abrazar la vida real. Como el cisne que abandona el lago. Por razones obvias, para que tú me leas, no emprendo yo tan arriesgado vuelo. Por eso y para no ir rezagada de mis polluelos que tienen la adolescencia en versión digital.

Eso sí. Cada vez veo menos la tele. Las noticias de la mañana y BOOM. Me he enganchado a cuatro mujeres, las extremis, que lo saben todo. Aunque nunca lo suficiente.  Y a Francino. Escucho a Francino en la ventana, de camino al colegio, todas las tardes. Por eso las noches son todas para la lectura. A veces me río a carcajadas, lloro, lloro con algunos libros. Tengo noches  de profunda reflexión, de sosiego y noches de angustia y desesperación. Las noches de enero y lo que va de febrero me han acompañado personajes de todo tipo y circunstancia. Para ti, que tantas veces me preguntas en qué estoy. Estos días he leído:

El tiempo que nos une, de Alejandro Palomas

Tan poca vida, de Hanya Yanagihara

Un amor que destruye ciudades, de Eileen Chang

En gran central station me senté y lloré, de Elisabeth Smart

Mujeres que compran flores, de Vanessa Monfort

No digas noche, de Amos Oz

Las chicas de campo, de Edna O’Brien

La biblioteca de los libros rechazados, de David Foenkinos

Nora Webstern, de Colm Tóibin

Ayer noche empecé, con entusiasmo, Una suerte pequeña, de Claudia Piñeiro. Esta mañana, el suceso con el cisne blanco me ha llevado a sus primeras páginas. Mientras el parabrisas giraba, de un lado a otro, mientras el de atrás pitaba, yo recordaba las primeras líneas de este libro:

“Volví para sentir que era capaz de soltarme al vacío, de caer para ser _ al fin_ libre. Aunque se trate de una libertad inútil, aunque sea para ser libre sólo en el instante de la caída.”

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