Fragmentos

A veces soy capaz de recordarme sentada dentro del autobús que hacía la ruta 14, de mi casa al colegio, del colegio a mi casa. En aquellos días en los que siempre vestía falda tableada y calzaba mocasines azules, el tiempo no tenía prisa ninguna. Yo apoyaba mi cabeza en la ventana y me preguntaba para cuándo dejaría el autobús que me apeara, cuánto se suponía que tenía que esperar para soltarme las trenzas y crecer.

Darte cuenta del tiempo que has perdido deseando estar en otro sitio, es síntoma de que lo hice, bajarme del autobús. Lo bonito que tienen los libros, como las fotografías, es que son capaces de retener el tiempo, de encerrar e inmortalizar historias que de otra manera estarían en constante evolución. Por eso me gustan las imágenes en papel, porque puedo volver a ellas cuando lo necesito, como regreso a los libros que me dejaron huella.

Hace un par de noches, rescaté de mi biblioteca a La soledad de los números primos, un libro de Paolo Giordano que leí, anotado a lápiz en la primera página, el verano de 2009. Recordaba vagamente la historia, pero sí era capaz de rememorar cómo me pellizcó su lectura. Emocional. «Nada escapa a la atención del autor, que observa a sus personajes con la delicadeza feroz de quien sabe que la vida se compone de fragmentos, todos preciosos». Una historia donde cualquiera puede reconocerse porque tiene como protagonista a la soledad.

«La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia»… «Sí, lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida.»

Y por qué será que soy capaz de ver infinitamente más detalles si observo de nuevo una foto vieja, si releo otra vez una historia. Como si no fuera la misma narración, como si yo no fuera la misma de entonces, aunque siga viendo mi reflejo en la ventana del autobús.

 

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