A vista de águila

Un par de lágrimas al día serán suficientes. Prescripción médica. Siempre he sabido que llorar es bueno: hidrata los ojos, limpia el alma. Y que cuide de mi luz nocturna, del fulgor que me acompaña cuando me sumerjo en esas historias. Aunque siga teniendo mirada de águila. Al poeta oftalmólogo le he bien pagado la visita y nos hemos citado en el próximo año.

He comprado mis gotas, incrédula, pues si yo ya lloro. Cada vez más. Los ojos de nervio óptico perfecto se me enrojecen ante un gesto tierno, una buena película, no digamos un buen libro. Lloro si vienes y lloro si te vas, a veces lloro en el medio también, recordando cuando llegaste o sabiendo que debes irte. Ya ves. No veo el telediario, supones bien, eso me desborda. Para algunos males, grandes libros. Patria, de Aramburu, debería ser de lectura obligada, ahora que de nuevo ha subido el precio de las banderas. Las sirenas de casa me miran aturdidas, que “tú no eres como otras madres”, qué gran libro ése. Yo les digo, esperando a qué les recita el poeta en unos días, que a mirar se aprende. Ver, ve cualquiera lo que quiera ver. Sermoneo: la vida no es idealgram. No, no. Enamorados del amor como andamos todos, saturados de imágenes que no contemplamos. Entonces no se me ocurre nada mejor, que exigir buen calzado y salir a la vida, fuera de la red. Que quiero contemplarlas al aire libre y hacer muchas fotos, todas con mi cámara roja. Tic tac. Y lo que lloro entonces.

En el rayo de sol que entra por la ventana,

vemos a veces la vida en el aire.

Y la llamamos motas de polvo.

El mundo se divide en:

Los que comen chocolate sin pan;

Los que no consiguen comerse el chocolate

Si no se comen también el pan;

Los que no tienen chocolate

Los que no tienen pan. (De las citas del abuelo Socrate)”.

Margarita Dolcevita, de Stefano Benni.

Un libro para combatir la sequedad de los ojos, estirando la sonrisa.

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