La vida se metió por medio

Manhattan Bridge. Brooklyn

Yo tenía un vestido de igual estampado, fruncido al pecho, de tirantes. Solo que el mío no era colorado, sino celeste. La última vez que lo llevaba puesto falleció mi abuela, por entonces yo tenía ocho años. Como a esa edad solo se puede anticipar la vida, para que no viera llegar a la muerte recogiendo a quien más quería, alguien decidió sacarme de mi casa. Por eso amanecí en la peluquería de una vecina, por eso fue ella quien me dio la noticia, mientras marcaba con peine de púa una raya al medio que separaba mi abundante cabellera negra en dos regiones, luego me hizo dos coletas bien prietas. Por eso lloré. No pasa un día que no la recuerde. Se llamaba Mercedes, tenía la cara arrugada, la frente muy ancha, un carácter bien elegante que vestía su cuerpo menudo. Me contó todos los cuentos que no podía leerme, era analfabeta. Y una excelente narradora.

He leído Voz de vieja con un pellizco en el corazón, la primera novela de Elisa Victoria, que narra las vivencias de una niña de la periferia y su abuela. Como si escribiera disparando cañones de lírica, guiños de comicidad. Conmigo apuntó y acertó. Ha sido un tiro de nostalgia.

Tiene nueve años. Su nombre es Marina, pero en el cole la llaman Vozdevieja. Este verano en Sevilla, el primero después de la Expo del 92, es tan largo y tan seco que ella no sabe si llorar o reír. Si quiere que todo cambie o que todo siga igual. Porque aún juega con muñecas Chabel pero ya mira revistas para adultos. Porque su madre está enferma y ella ya se imagina en un convento rodeada de huerfanitas. Porque todo el mundo, también su padre, insiste en desaparecer. Porque su mejor amiga es su abuela, quien le guisa, la peina, se deja cortar esas uñas como alacranes, le cuenta su amor por Felipe González, le dice tranquila, le enseña nuevos tacos, le cose vestidos de flores. Luego sale y esos vestidos le molestan tanto como si fueran de lija. Y aun así, Marina siempre tiene hambre: de vida, y de filetes empanados.

Pocos días después he viajado a Brooklyn, acompañada de Paul Auster, paseando de cerca con su personaje, Nathan Glass, el que un día fue un próspero vendedor de seguros hasta que enfermó, sobrevivió a un cáncer y a un divorcio. Nathan quiere quedarse en Brooklyn lo que le queda de su «ridícula vida». Así me inicia en la lectura: ˝Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno”. Allí piensa escribir El libro del desvarío humano, contando lo que ocurre a su alrededor. Historias disparatadas y caprichosas de toda una red de personajes, «la espesa jungla de la vida». Hasta que descubre Nathan que no ha llegado a Brooklyn para morir sino para vivir, que contar historias nos une y es una maravillosa defensa contra el dolor.

…La vida se metió por medio— dos años en el ejército, trabajo, matrimonio, responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo que queremos—, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las palabras de un autor. (…) Brooklyn Follies. Paul Auster

 

Quizás también te interese leer

Sin comentarios

Deja tu comentario